Por Manuel Vólquez En los últimos años han ocurrido acontecimientos violentos que nos inducen a valorarlos como una patología social cícl...
Por Manuel Vólquez
En los últimos años han ocurrido acontecimientos violentos que nos inducen a valorarlos como una patología social cíclica.
La implicación en violaciones sexuales de conocidos comunicadores, funcionarios de distintos niveles jerárquicos, sacerdotes, fiscales y otros, da una mala señal de que la sociedad dominicana está de capa caída y sin posibilidades, al menos por ahora, de regenerarse.
Me atrevo a decir que los abusos sexuales contra niños y adolescentes de ambos sexos ocurren a diario de parte de padrastros y otros tutores. Lo que pasa es que algunos hechos no salen a la publicidad para conservar la honra de la familia.
Hay mujeres que son violadas o golpeadas por sus parejas o por delincuentes y no lo denuncian a las autoridades por vergüenza o por las amenazas de sus agresores. Así andan las cosas, manga por hombro.
Cada día los medios de comunicación se hacen eco de esas indelicadezas, que involucran, además, a familiares cercanos (padres, abuelos, tíos, primos) como presuntos autores. Por lo visto, el incesto es una tendencia que no se detiene en el país.
El caso más repugnante fue el de “Chamán”, el hombre que violaba a los tres hijastros, luego los mató y también a la madre de éstos. Después se fue a la playa a vacacionar con unos amigos.
Pocos violadores han sido condenados por los tribunales; tal vez se necesita otro tipo de sanción para erradicar por siempre esas aberraciones.
¿Qué hacer, castrarlos o ejecutarlos? ¿Mantenerlos de por vida en la cárcel hasta que mueran? Con el tiempo saldrán de la prisión y continuarán una vida normal, mientras los menores y las mujeres abusados quedarán marcados de por vida y atrapados con traumas psicológicos.
Lo ideal sería (y no me juzguen de radical) la ejecución inmediata en una plaza pública como ocurre en otros países, iniciativa que estoy seguro servirá de escarmiento a los violadores y que recibirá el respaldo de muchos, aunque también el repudio de las iglesias y de los sectores moralistas de nuestro país.
Igual debe hacerse contra los ladrones del erario público, los que trafican con sustancias alucinógenas y promueven la trata de personas, así como los delincuentes que asaltan y matan personas indefensas, civiles o militares, para despojarlas de sus pertenencias.
Naturalmente, para que eso funcione habría que modificar las leyes y contar un estado de derecho funcional, con legisladores responsables que tengan otras mentalidades y que sientan verdaderamente la situación que padece la población. De igual modo, hay que cambiar la mentalidad de la ciudadanía.
Alguien me comentaba que para arreglar esa situación “se necesita en el poder una persona con los testículos bien puesto”, con coraje, que no le tema a los empresarios, a los curas ni a los grupos fácticos internacionales que se nutren económicamente defendiendo a su manera los alegados derechos humanos.
Tal vez (es lo que pienso) necesitamos un hombre como Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas, quien una vez en un discurso aseguró que protegería al policía que asesine a su hijo, si se comprobara la acusación contra éste por tráfico de metanfetaminas.
También reveló que personalmente arrojó al mar, desde un helicóptero, a tres narcotraficantes. Por la forma de actuar, sus adversarios políticos y algunos sectores lo tildan de loco.
¿Es una fórmula posible de imitar en la República Dominicana? Tengo mis dudas de que alguien se atreva a involucrarse en una decisión de ese tipo. Pero, como dice el dicho aquel, “soñar no cuesta nada”.
La razón es que el costo político doblega la voluntad de nuestros frágiles gobernantes. La falta de manos duras y la ausencia de un régimen de consecuencias han convertido a la nación en una sociedad sin dolientes, en un caos sistemático, donde nadie quiere someterse al orden e impera por todas partes la ley de la selva.